lunes, 29 de agosto de 2011

Cómeme, Cómeme (CUENTO)


Cómeme, cómeme

  Había en algún lugar un maravilloso jardín. Allí había toda clase de plantas exóticas, bellísimas en su gran mayoría, dotadas de colores exuberantes y perfumes embriagadores, hasta tal punto, que nublaban los sentidos y atrapaban a los  incautos visitantes en un sueño tan profundo, que al final ellos mismos se dejaban morir de inanición. Pero sin lugar a dudas, el tesoro más preciado de aquel maravilloso y letal jardín, era un manzano, a simple vista, normal y corriente, ni más grande ni más pequeño que los demás, tampoco más frondoso ni menos. Sin embargo, este corriente árbol  albergaba un secreto: las manzanas que daba, además de ser las más perfectas en cuanto a forma, tamaño o color, eran capaces de hacer realidad los deseos más profundos, aquellos que nos acompañan durante el día y la noche, que están pegados a nuestra piel  y a nuestros sentidos, siempre ávidos de la más mínima oportunidad para poder hacerlos realidad y que por cosas del destino, normalmente jamás se cumplen.
Pero como en todo cuento, poseer una de estas mágicas manzanas, no resultaba una tarea sencilla. Además de tener que atravesar el letal jardín ignorando su terrible atracción, algo que hasta ahora nadie había conseguido, había que vencer a la terrible guardiana que custodiaba el  manzano. Si os imagináis a una mujer grande como una montaña, fuerte y peluda como un oso y fea y maloliente, estáis muy equivocados. Ella era dulce, menudita, poseía una sinuosa y larga cabellera negra, que juguetona, tendía a enredarse en las ramas del mágico árbol; aunque todo esto no era más que mera apariencia. Tras su delicado aspecto, la guardiana albergaba un oscuro y profundo poder: cuando alguien la miraba a los ojos, cosa que era imposible evitar, su mirada hipnótica le hacía renunciar a todo deseo o ilusión, creaba un gran vacío en su interior y convertía su corazón en una triste y gris masa de piedra, dejando por siempre de sentir emoción alguna.
A  pesar de todo, la bella guardiana no era invencible, ya que ella también tenía una pequeña debilidad que se hallaba escondida en lo más profundo de sus entrañas. Muchas veces, en su eterna soledad, anhelaba convertirse en una de aquellas mágicas manzanas y ser fruto del deseo más puro. Se imaginaba ser comida con el mayor de los placeres o simplemente ser custodiada como el más preciado de los tesoros. Podría ser ese sentimiento pura vanidad o quizás aburrimiento de tanto tiempo allí, sola, esperando la llegada de alguien;  pero era algo que realmente no podía evitar, era su otra cara de la moneda, como el ying y el yang.
Un buen día, llegó esa oportunidad que tanto había deseado. Cerca del árbol se presentó un hombre. La guardiana no podía ni imaginarse qué hacía aquel hombre allí, cómo había sido capaz de sortear las terribles tentaciones del jardín; pero sin lugar a dudas  no era ninguna ilusión, era un hombre de carne y hueso. Lo examinó de arriba abajo: no era alto ni bajo, gordo ni flaco y tampoco guapo ni feo, aunque eso sí, poseía una determinación en la mirada poco frecuente, era como si nada ni nadie pudiera detenerlo.
El hombre se iba acercando poco a poco, con paso decidido. Y cuando la tuvo frente a frente, la miró a los ojos. Lo normal hubiera sido que al mirar a los ojos de la guardiana, el poder hipnótico de éstos hubieran deshecho todo deseo o ilusión; pero no fue así. La debilidad de la guardiana fue aflorando poco a poco y sin poder evitarlo, como guiada por una fuerza irresistible, se acercó al árbol y cogió una manzana. Entonces se puso delante del hombre, con la manzana en la mano y comenzó a desear ser comida, como si ella misma fuera uno de aquellos mágicos frutos. Cómeme, cómeme, deseó con todas sus fuerzas y al final el hombre se la comió.

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